Pregón Padre Jesús Arriate 2011 (José Luis Anaya)


Trinan los pájaros al amanecer
ante la luna redonda.
Ya nada podemos hacer
a la luz de la aurora honda.

Una cruz… Flores derramadas
y un sol sobre Tu pecho,
afligido en la mirada,
Señor de la madrugada,
cuando todo lo dimos por hecho,
mientras todo se nos daba
del que lleva el cielo por techo
ante el pueblo que lloraba.

Sr. Consilario de la Hermandad, Sr. Hermano Mayor y Junta de Gobierno de la Real, Muy Antigua y Venerable Cofradía de Ntro. Padre Jesús Nazareno, representantes de hermandades de Ronda, Sres. pregoneros oficiales de la Semana Santa de Arriate y de Ronda, Sr. Alcalde Presidente del Excmo. Ayuntamiento de Arriate, autoridades civiles y militares, jesuistas, amigos todos.

Vengo aquí, a postrarme delante de este atril y proclamar ante todos ustedes, lo que todos ustedes saben, conocen y entienden.

No es fácil, tomar el testigo de los que ya no están, y entre esos, que ya se fueron, percibo mi orfandad como pregonero. Mi amigo Nico (que en paz descanse) se marchó en silencio, a edad temprana, en el momento justo en el que tenía que cederme el testigo como pregonero de nuestra Hermandad. No es frecuente, que el lugar que debiera ocupar mi antecesor en este acto, se encuentre vacío. Y es que los designios de Padre Jesús, no coinciden, con los nuestros, porque conviene no olvidar que: “el hombre propone y Dios Dispone”.  Permítanme pues, que mis palabras estén dedicadas a su memoria, en homenaje y representación de todos los jesuistas que un día partieron hacia la gloria, una gloria que está más allá de Suiza, de Francia, de Alemania... Países en los que tantos de los nuestros tuvieron que ganarse el pan con el sudor de su frente... A la Gloria de la Primavera, a una Gloria llena de rosquillos y mistela, a la Gloria del Marengo y del tío de la burra, a la Gloria de mi Chacha Dolores, a la Gloria del verde valle de mi pueblo, a la Gloria del Nazareno que abre las puertas por Pamuceno.

         Hoy por fin, mi sueño empieza a hacerse realidad. Hoy puedo pregonar las esencias más íntimas de mi bagaje por la vida, y aunque ligero de equipaje, como dijera el Poeta, y a sabiendas de que, satisfecho por lo que hice hasta ahora en este mundo de los pregones, y plenamente consciente de que “tú eras la que me faltabas”, agradezco desde lo más hondo de mi corazón, a quienes un día, pensaron en que yo podía aportar mi experiencia como jesuista de a pie, a mayor honra y gloria de la devoción conjunta que todos profesamos hacia la Imagen bendita de Ntro. Padre Jesús Nazareno. Y así, con todas las buenas intenciones de un lado y otro, quisiera atar el verbo y la palabra, de forma simbólica, ¡Claro! Con aquél cordón de campanillas, las mismas que recogíamos con toda la ilusión con que los niños nos tomábamos la vida como si fuera un juego:

¡Allí por la Huerta Primera,
crecían las campanillas
todas las primaveras!

Aquella flor tan sencilla
que no plantó el labrador,
eran del Creador.

Entre el río y la rivera,
en esos canastos de mimbre
llenitos hasta la cumbre
de flores y de cera
para hacer aquél cordón
que por la mañana reluce
como si fuera el bordón
de una guitarra torera.

¡Ahí va el Nazareno morado
con su cuello aprisionado
entre las flores del campo!

Flores como anticipo
de tu dolida pasión,
la que llevan los romanos
para despertar la emoción
y el calor de los  humanos.

¡Y te vas poniendo morado,
más morado cada vez,
morado como la mañana
cuando empieza a amanecer!

Es de plata tu peana,
la que quiero volver a ver
al pasar por mi ventana
con las flores que encontré.

¡Esas flores de Arriate
son un buen acicate,
para el Jesús de mis amores,
el que reparte favores
a los que se acuerdan de Ti
sin que tenga temores
desde el día en que nací!

         Sí, desde el día en que nací, y descubrí que Tú eres el que nos une y convoca ante los muros de esta Iglesia, cinco veces centenaria, muros que vieron bautizar a nuestros ancestros, enterrar a nuestros muertos, muros que oyeron nuestra plegaria y nuestro lamento: confidencias, penas, alegrías, gozos y esperanzas... Esperanza de todos aquellos nazarenos, que anhelan estar a su lado para gritar en el diálogo de los silencios, silencios, que como en la música, también son importantes:

¡Viva Ntro. Padre Jesús Nazareno!

         Para un chiquillo que empieza, y que cree todo lo que le dicen y cuentan, no es difícil que este auditorio entienda que, mientras uno jugaba por el Nicho y el Panteón, le llamara la atención aquél color enrojecido que tomaba el cielo por las tardes, y que corriendo para pillar el bollo con la onza de chocolate de la merienda o el pan con aceite y azúcar, aprovechara la ocasión para preguntar a su madre: -¿Por qué está el cielo colorao?- Y esa madre, amorosa y tierna, le espetara aquella milonga de: “Porque la Virgen está planchando”...  Si, si... Y tendiendo en el romero ¡Claro!

Se ha teñido el cielo
de los colores del alba,
siendo ya anochecido.

Y es que la Virgen planchaba
después de haber zurcido
aquella túnica morada,
la que llevaba el abuelo.

No me queda más consuelo
que ver al abuelo
vestido de nazareno
por las calles del cielo.

         Cosas de niño, niño en el que la inocencia es un tesoro que se perderá con el crecimiento y los palos que da la vida. Una vida, que además de concedernos la experiencia necesaria, nos enseñará también a navegar por los mares de la envidia, el rencor y el dolor. Aquél dolor del que hablaba el Padre D. José Campos, gran orador en las novenas de  Padre Jesús, el cual y desde este mismo atril, decía: “Cuanto duelen los hijos, dicen las madres, y tienen razón. Y cuanto duelen las madres, dicen los hijos, y también tienen tazón”.

         Cosas de niños jesuistas que nos han ocurrido a todos:

Yo recuerdo desde niño
como me llevaba mi abuela,
con todo su cariño,
por aquella Callejuela
con el pañuelo y el corpiño.

Ya llegamos al estanco
donde entre el tabaco y la tela,
siendo por Lunes Santo
miraba los cartones mi abuela.

¡Eran los capirotes
para forrarlos de tela!

Y salir como salía
en aquella Cofradía
por la noche y por el día
con una copa de mistela
levantándome la tela.

¡Eso sí que tiene encanto,
salir como salía,
con toda mi Cofradía
todos los Jueves Santo!

         Y es que en este, nuestro pueblo, la tradición y la herencia, forman parte de nuestro ser y estar. Podría estar horas hablando del pellizco, la emoción, el recuerdo y la añoranza, como la que podemos sentir cuando no escuchamos pasar a la Aurora, tan nuestra, la que nos hace despertar con emoción y cariño cada madrugada de domingo, la que va derramando  loas a María, la que nos da a beber el agua fresca del manantial de los Cañolillos, de la Fuentecilla o de los Caños. Agua que apaga la cal viva de nuestro pueblo blanco, limpio e inmaculado. Y es que:

No todo en el Jueves Santo
es ir a ver cofradías
que va la chiquillería
con todo su encanto
a escuchar a la Aurora
que canta sus cantos.

¡Jesús con la cruz cargada,
los contempla y los guía!

Y en la Ostia consagrada,
el verdadero Mesías
lleva culpa tan pesada,
sangre que se hace llanto
en todas las madrugadas,
la Aurora y el Jueves Santo.

         Y llegados a éste punto, no podría concebir Arriate sin sus glorias, glorias de los recuerdos latentes en el corazón de la memoria. Glorias de las que antes os hablaba, y en las que quiero enfatizar, porque no habrá ninguna Semana Santa sin su gloria particular, la novedad siempre vieja que se renueva por primavera, esa que se retuerce entre los juncos del río y los almendros en flor, entre los mares de habas, y los trinos madrugadores de los pájaros... Glorias, que como os decía antes son la de la Primavera:

¡Santo, santo, santo...!
florecillas del campo.
¡Venid, venid, venid!
Las flores no vienen a mí.
flores de tantos colores,
las que nacen por Abril,
dejad solito el campo
que todo se ha vuelto santo,
ya asomáis por el pretil.

¡Santo, santo, santo...!
Haced una corona en lo alto.
Y hacedla con sus hojitas
¡Mira que estáis bonitas!
Que no todas las mañanas del día
son mañanas del Jueves Santo.

A una Gloria llena de rosquillos y mistela, tan de nosotros  y tan de madrugadas, tan de nuestras madres, que con su manos primorosas hicieron la masa, mientras hervía el licor, nuestras madres, las que por fortuna siguen ahí, y las que partieron hacia el cielo, al cielo claro y transparente al que queremos mirar para ver si se asoman tantos y tantos que viven ya en la eternidad.

Y es que hablando del cielo, no puedo dejar de recordar aquella anécdota en la que mi primo Antonio, en un día de tormenta, mientras los mayores rezaban el rosario, y expresaban en términos populares aquello de: ¡Ay, ay, vaya por Dios, que se está abriendo el cielo! A lo que él, mi primo, haciéndose paso entre los concurrentes y asomándose al patinillo de mi casa del rincón, diría: ¡Pues voy a ver a Dios, porque no lo he visto nunca!

Y es que ese Dios, al que hoy proclamamos, al que hoy ensalzamos y al que hoy veneramos, se llevó para siempre a personajes como el Marengo:

Cada cosa tiene su nombre:
Al pan, pan, y al vino, vino.

Si en Sevilla son calentitos
y en Arriate tejeringos,
no digas churros en Ronda,
más bien dile churritos.

Si al fin y al cabo da igual.
preguntadle al Marengo
que vive en el Cielo:
¿Qué es lo que se comía?

-¡Mirad cuantos tengo...!-
Y así, comía y comía,
comía hasta reventar.

En un junco los llevaba
y los churros se tragaba
casi sin respirar.

¡Y salía Padre Jesús
con las claritas del día!

Y el Marengo lo seguía...
Ya solo le quedan los juncos
en sus manos vacías.

-Dadle café en un cuenco
que llega la cruz de guía
y aquél caballo podenco
atado en la churrería,
ni deja pasar al Marengo
ni a toda la Cofradía!

¿Y qué me dicen ustedes del tío de la burra, aquél que con todo el arte del mundo participaba de nuestra procesión montado en su burra, la que le traía desde el campo donde vivía?:

¡Mirad como viene del campo,
viene a ver a Padre Jesús
y con sus piernas dolorías
y en una mañana muy fría
como el peregrino de Emaús,
va y se mete en la Cofradía!

El venía en su borrico
con su túnica morada
y aquél cirio tomaba
en lo alto del borrico
y del borrico no bajaba.

Aquél tío del campo
con su borriquillo blanco
y su túnica morada,
pasa ahora junto al estanco
y deja la burra amarrada.

Y cuando pase el Señor
¡A ver si la burra arranca!
Después de hacerle el honor,
a esto va la burra y se atranca.

¡Hay que ser bien apretao
para ir de nazareno
en una burra montao
después de aquél sereno
que en la noche ha pillao!

¿Y cómo olvidar en un pregón dedicado a Ntro. Padre Jesús Nazareno a la Chacha, esa heroína anónima que se lo jugó todo, en momentos nada fáciles, por El? Y es que estoy convencido de que, si hay una tribuna en la Gloria, en ella, seguro que La Chacha, ocupa un lugar preferente. Y pensando en ella, les pregunto:

¿Qué opina usted
de Dolores la Lopina?
Tan fuerte como un roble,
pasó por heroína
pues siendo hija de Dios
entre fogones de cocina
a la calle se lanzó
sin miedo y sin inquina
a tomar el tronco del Señor
que rodaba por las esquinas.

¡No hay una suerte mayor
que el de Dolores la Lopina,
que sostuvo entre sus brazos
al de la corona de espinas!

Y hasta el cielo voló
como una golondrina
a dar un abrazo eterno,
esta cristiana vecina,
que entre fogones anduvo
y haciendo lo que pudo
hasta que la ayuda llegó
a Dios mismo retuvo
y ya no rodó más
por plazas y por esquinas.

Era tan fuerte su amor,
¡Exagerada ponderación!
Que a ella le preguntaban:
¿Si no era lo mismo,
Padre Jesús
que el Santo Cristo?

A lo que ella replicaba,
en esto que se levanta:

¡Sí que serán lo mismo,
lo serán en San Pedro
pero no en Semana Santa!-

Claro que si Dolores levantara la cabeza, después de pasado lo pasado... Y es que en tiempos tan difíciles, nadie se atrevió a mover un ápice sobre la configuración original del Nazareno, recayendo aquella responsabilidad en otro gran hermano, como fue Rafael Serrano (que en gloria esté) el cual y de conformidad con todos los jesuistas, pensaron, sabia e inteligentemente, que ponerlo en manos de ajenos, podría suponer que lo cambiaran. Y es que, el libro de la historia, solo puede ser comprensible, si contiene intactas sus hojas, con sus luces y sus sombras, con sus aciertos y sus errores, frente a la  censura y los tabúes, si no es desde el uso legítimo de la libertad de pensamiento, opinión y expresión, al derecho incuestionable de ser y sentir desde el alma al corazón, y a transmitirlo mediante  la palabra, desde este mismo atril hasta los confines más recónditos de la Tierra. Y es por ello que, no es fácil pasar página, recordando Aquél rostro sufriente y sereno, la palidez estremecedora de su policromía y  la contemplación de aquella boca por la que el mismo Dios nos hablaba, en el encuentro íntimo y personal del tú a tú, del cara a cara: -¡Triste vienes hoy, penas me traes otra vez!- En el silencio y en la soledad del templo, en el llanto amargo de las noches en vela, en la iniquidad de la calumnia o arrinconado ante el desprecio y la burla, hasta tener que implorar, como dijera el mismo Jesús: "Padre, perdónalos porque no saben lo que hacen". Decía nuestro gran poeta Antonio Machado: "Ni tu verdad, ni la mía. La verdad vamos a buscarla juntos". Y con todo ello, más de uno, constatamos que las huellas del pasado y de la historia, y sobre todo, el sentido devocional de nuestros mayores, se esfumaban en un abrir y cerrar de ojos, en la sensación y la pesadumbre de un dolor tan desgarrador, como aquél que definiera Jorge Manrique (en las coplas a la muerte de su padre), cuando decía que ese dolor era como "cuando se separa la uña de la carne". Con  aquél veintisesis de abril, muchas colas nazarenas tuvieron que recogerse como cuando pasábamos por el embarrado Callejón, desprendiéndose los anclajes de la devoción, la fe y la tradición, la síntesis de una historia grande como la de esta hermandad, inexorablemente unida también a la historia de este pueblo, la  que recibimos heredada de generación en generación, Sí: -¡Triste vienes hoy, penas me traes otra vez!- porque visteis desagarrarse las páginas del ayer, que como en un manso vuelo de paloma herida, subieron hasta las más altas cumbres, hasta el celeste primaveral de nuestro cielo y hasta la misma puerta de la Gloria.

A la Gloria del verde valle de mi pueblo, esa tupida alfombra que se orla de magnolias y azucenas, de geranios y claveles, de cilantros, pensamientos y siempreflorida, valle que se hace un pespunte de buena costurera en los muros replegados de sus huertas, las que yacen a la sombra silente de sus emparrados y sus tamízales, huertas en las que como dijera el recordado y añorado Miguel Hernández:

Volverás a mi huerto y a mi higuera:
por los altos andamios de mis flores
pajareará tu alma colmenera

de angelicales ceras y labores.
volverás al arrullo de las rejas
de los enamorados labradores.

alegrarás la sombra de mis cejas,
y tu sangre se irá a cada lado
disputando tu novia y las abejas.

Tu corazón, ya terciopelo ajado,
llama a un campo de almendras espumosas
mi avariciosa voz de enamorado.

A las aladas almas de las rosas...
del almendro de nata te requiero,:
que tenemos que hablar de muchas cosas,
compañero del alma, compañero.

         No hay mejor compañero que Él. Y Él, que es el que abre verdaderamente las puertas del día y cierra las de la noche, Él, que nos mantiene en vilo como centinelas de su aflicción, Él, que nos regala la vida y nos tiende la mano hacia la muerte, El, que bendice el pan nuestro de cada día, Él, que es alfa y omega. El dueño de la aurora y el ocaso, Él, que ha sido, es y será, el Señor de Arríate, nos regala  cada amanecer el estar a su lado, y en este su pueblo, nuestro pueblo, en este valle de lágrimas y suspiros, de emociones y sentimientos, no cabría otra cosa que decirle:

¡Se rompe la mañana
con las campanas al vuelo
y contemplamos la cara
de Jesús Nazareno!

El que perdona los pecados
y sana a los enfermos.
El que dulcifica el aire
y apaga el fuego.
El que mira de frente
mientras va preso.
El que llora amargamente
como llora su pueblo.
El que arrastra su dolor
cargando el madero,
pleno de ternura y amor,
manso como un cordero.

¡Se rompe la mañana
con las campanas al vuelo
y contemplamos la cara
de Jesús Nazareno!

Pasea su majestad
entre casitas encaladas,
perfumando el ambiente,
sintiendo las pisadas,
cerrando viejas heridas,
abriendo nuevas miradas,
rezos que rezan sus hijos
por los que se fueron al alba.

¡Abre la puerta del cielo
saeta de la mañana,
de la pasión dolorosa
de este Divino Jesús
que camina sobre rosas
amando al que no ama!

¡Se rompe la mañana
con las campanas al vuelo
y contemplamos la cara
de Jesús Nazareno!

Que va tronchado como un lirio
con su túnica morada.
Y cuando pasa por el río,
los aplausos se desatan,
los sollozos se contienen
y las flores se disparan,
fluyendo los suspiros
del fondo de sus entrañas
en un grito desgarrador
como un puñal que se clava
en el corazón del Señor
como Arriate lo proclama.

¡Se rompe la mañana
con las campanas al vuelo
y contemplamos la cara
de Jesús Nazareno!

         Había en la época de mi niñez unos roncos altavoces en lo alto del campanario. Desde allí los mensajes, la música religiosa... Eran los compañeros inseparables de las campanas, campanas las de la torre, que como dice la canción:

Que bonito es tu sonar,
que bien repicáis a gloria,
que bien repicáis a paz.

         Y es que este, nuestro campanario, siempre veló mis sueños, campanario del que siempre me sentí orgulloso, al presumir (cosas de niño) de que mi padre trabajase en su construcción, y también porque él fuera uno de los operarios que colocaron las campanas en lo más alto, las mismas campanas  que habían traído desde la estación de ferrocarril. Aún recuerdo que ese día, llovía a cantaros, tanto que mi padre con todos los demás, siempre capitaneados por el maestro de albañil, Pedro “El Bueno”, parecían fantasmas, enfundados tras aquellos capotes impermeables, y que me recordaban, a su vez, los cuentos del antiguo campanario sobre apariciones, sustos y espíritus. Si, aquella vieja torre mudéjar, sobre la que anidaban desde tiempo inmemorial, cernícalos y vencejos. Nunca olvidaré, aquellos tripones, que suspendidos en la ingravidez de las alturas, se estrellaban a la puerta misma de mi casa, y que más de uno, fueran salvados por mi primo Antonio, que cada vez más, y con tanto amor por los animales, me recordaba a San Francisco de Asís. Solo que a él, nunca le oí hablar, del hermano sol y la hermana luna. A él, lo que más le gustaba era hacer espadas de madera, y sentirse capitán de los Caños, defendiendo siempre el territorio de la Lamea, el que comprendía la zona que va desde la Huerta de Frasquito Viñas hasta el Nicho: -¡No oséis acercaros a nuestros territorios, plebeyos de las Casas Nuevas y La Viñilla; porque os vamos a ganar la batalla!-. Parece que aún oigo aquella voz de firmeza, a cuyo amparo yo me sentía seguro, ya que en razón de la edad (él es 10 años mayor que yo) y… ¡Claro!, ante cualquier amenaza del enemigo, mi defensa era: -¡Como te metas conmigo, se lo digo a mi primo!-. Aquél primo que probó la suerte salesiana por Montilla y Pedro Abad, a la sombra, no siempre agradable, de los hijos de Don Bosco, del que aprendió aquello de:

Su concierto han entonado
las campanas clamorosas,
al que vemos ya coronado
de laureles y de rosas…

Mientras voy recordando, en mis oídos resuenan las campanas, el campanario y sus historias, y en los altavoces que allí habían colocado, los que vomitaban incesantes, una y otra vez, aquella copla que decía:

La mesa está puesta,
vamos a comer,
bendice Señor esta comida rica
que papá ha ganado,
mamá nos ha guisado,
pero Tú Señor
eres quien nos la ha dado.

Y seguía aquella copla, de la que a golpe de oírla, una y otra, y otra vez, difícilmente podría llegar a olvidar jamás:

Tú que das de comer
a los pájaros del cielo
y a los peces en el fondo del mar.

Todo viene de Ti
y lo que nos das es bueno,
gracias Padre Dios.

         Lo que nunca llegué a comprender del todo, porque verdaderamente no hilaba con el resto de la canción, era aquella estrofa que decía:

Lo hemos pasado
estupendo en el circo.
¡Qué risa, qué risa
como se caía...!

         Si Gracias Padre Dios, Padre Jesús Nazareno, por tenerte a nuestro lado desde el alba a la madrugada. El privilegio arriateño, consiste precisamente en pasearte dos veces por sus calles en un mismo día, el poderte llevar, el poderte tener y el verte, no por una, sino por dos veces, para que así no sintamos la nostalgia que nos llega a los cofrades al finalizar la procesión. Y así, la espera de todo un año, se hará más liviana, al tiempo que tratamos de contener las lágrimas amargas que se irán derramando tras el antifaz, mientras apretamos los dientes, en la despedida y el adiós, nuestra plegaria, la petición más íntima e intimista, será la de:

-¡Padre Mío permíteme que el año que viene nos volvamos a ver de nuevo!-

         Y es que también la noche del Jueves Santo se ha hecho como para El, ya que concluidos los oficios religiosos y los cantos de la Aurora ante el Monumento y su Sagrada Imagen, veremos manifiesta la majestad del Hijo de Dios hecho hombre, majestad que pasea por las calles de Arriate, que hoy más que nunca se hace cruz, ante el aliento contenido y la respiración acelerada de cuantos lo contemplan y lo siguen:

Con que majestad viene
con la cruz sobre sus hombros.
¡Él si apenas se sostiene,
lo hacen sus horquilleros
ante todo aquél asombro
bajo estrellas y luceros!

Él es el que nos conviene
viéndolo cargar el madero,
va la música y entretiene
a ese manso cordero.

Y lo digo por eso
que ha caído la noche
y ya no lo traen preso.

¡Ese Señor tan bueno!

El que se hizo andaluz
y va luciendo en su broche
un sol que quita el sereno.
No hay quien te lo reproche,
ya se hizo silencio la noche,
el silencio de tu cruz:
¡Tu cruz,
Ntro. Padre Jesús Nazareno!

         Habréis notado a estas alturas del Pregón que, he querido transmitiros, más que nada, la experiencia de un jesuista, experiencia que podría ser la de cualquiera de vosotros, si no fuera porque uno juega con ventaja, al constatar que, casi ninguno nació y se crió tan cerca de Padre Jesús como yo. En los primeros años de mi vida, mi almohada casi rozaba sus divinas plantas, pues su antiguo camarín, prácticamente era el muro medianero de mi casa (¡Todo un lujo y un privilegio!), y casi, casi, podía tocarlo con la punta de mis dedos.  Aquel camarín barroco, de vagos recuerdos, sobre el que tantas y tantas cosas me contaron. El reservado del Sagrario siempre a sus pies, y también hasta la época de la Guerra Civil (siempre me lo recordaba Isabel Márquez) aquella talla pequeñita de la Virgen de la O, de tanta devoción y cariño en otra época de la historia de Arriate y de ésta hermandad. Si alguna vez, vosotros, responsables de la Cofradía, decidís añadir a la misma un título mariano, no olvidéis nunca esta advocación tan jesuista como la de la Virgen de la O:

Hasta la última letra de tu nombre,
La que se queda sola soñando.
¡Una sola letra por nombre!
Es un nombre de María
porque así no se porfía
que la O está esperando
al mismo Dios hecho hombre,
el que lleva la cruz cargando.

         Y por seguir recordando, y revolviendo en el viejo baúl, en el que de niños calistreábamos en la casa de Juan Sánchez, hasta ver qué sorpresa nos encontrábamos, ante la mirada fija del Cirineo, que por allí andaba, en su morada de reposo y respeto, como queriendo decir: -¡Cuidado pequeñuelos que estoy atento a vuestros desatinos y extravíos, que cuando no llevo su cruz, custodio y guardo su avituallamiento: viejos candelabros, ramos de flores de entretela, paños de las novenas, restos de velas, muelles de los viejos mecanismos de los cirios, los mismos que nos hacían pasar vergüenza cuando saltaban en el silencio de la procesión, alguna vieja estampa cuarteada, latas de purpurina, algodones para limpiar la plata, oxidados cascos de los romanos…!-  La Casa de Juan Sánchez, grande y misteriosa, era un poco de todo, pero sobre todo y ante todo, era la casa de los jesuistas, era templo y almacén, local para el refresco de los viernes de Jesús, en cuya celebración más de uno experimentamos a edad demasiado temprana lo que era una borrachera de vino dulce de Montilla; terraza repleta de gentío para verlo por el Callejón, despacho que contenía el fraile con la vara y la capucha para pronosticarnos si llovería o no en Semana Santa. Aquella casa lo fue casi todo a la vez. Aquella casa que aún recoge los nombres de sus más fieles servidores: Antonio el de Ana, Isabel Hoyos, Jeromito, El Chico, y yo mismo, presto siempre a ser recadero de los mandados que necesitaba Dios. Tendría tantas cosas que expresaros, tantas anécdotas que contaros, que se quiera o no se quiera, es una historia a la que hay que poner fin, porque al fin, ésta de hoy, debe ser una historia más corta que larga.

         ¡Qué sabe nadie de los tiempos de dificultad!

         ¡Qué sabe nadie de madrugadas al sereno y en vela arreglando el trono de Padre Jesús en la Callejuela!

         ¡Frío, dolor y llanto!

         ¡Y una casa, la mía, la del rincón, que se convertía en claustro de temblores, nervios y tila, mucha tila… Mi casa también era refugio de casi todo, de túnicas estirazadas en el brocal de la escalera, sillas que durante las novenas desaparecían de la estancia para aumentar la capacidad de plazas sentadas en la Iglesia. Rincón de tertulias nocturnas e interminables con vecinos como Don José Parra y su familia, al punto de que, Filomena le diría a su sobrina Dolores (mi Chacha) aquello de: -¡Dolorcilla, Dolorcilla, digo yo que ¿para que querrán esta gente las camas?!- Dice el refrán que: ¡Donde hay confianza da asco! Y así en cierta ocasión, mientras mi Chacha, como siempre, participaba en las tareas de montaje del altar mayor para las novenas de Padre Jesús, y estando remangada para comodidad de la brega, recibe delante, la sombra del cuerpón del bueno de Don José, que en plan serio y enfadado, con la radicalidad propia de la época, le espetaría a su gran amiga, Dolores, aquella frase que tan mal sentaría a mi Chacha:  -¡Dolores (señalando con el dedo) a la calle!-Y es que la Chacha, una vez más, ha de salir a colación, porque era muy jesuista y muy apretada, hasta el extremo (ella siempre iba con su delantal por delante) de recoger los excrementos de las bestias, que entonces abundaban más que los coches, en su propio delantal, y que algunos, tomándola por loca, le decían: ¿Por qué hacía aquello? A lo que ella respondía: -Porque las calles no pueden estar tan sucias cuando pase Padre Jesús-. ¡Ay Dolores, Dolores! Siempre enzarzada con su amigo y eterno rival, Márquez… Valiente para todo, con su genio y su carácter, era la única capaz de replicar al mismísimo Manuel Cabrera.

         Por aquellos tiempos de mi niñez, mi casa era un constante ir y venir de vecinos y amigos, una casa siempre llena de gente, porque la tía, mi tía Isabel, tenía todo el tiempo del mundo, más bien por desgracia que por suerte, ya que su enfermedad reumática, la dejó postrada en un sillón durante casi toda la vida, aunque nada de ello le turbara ni le inquietara, aceptando su dolor desde una humana resignación cristiana. Se entretenía mucho haciendo los jerséis más bonitos que podían lucir los niños arriateños de mi generación y de otras posteriores... Hasta que llegó la primera radio a la casa, un regalo de su íntima amiga, Anita Beltrán, la misma radio color salmón, enfundada en cuero marrón, que le acompañaría en sus largas noches en vela, y que a hurtadillas, o consentidamente prestado, me llevaría a sintonizar aquél programa de Semana Santa “Cruz de Guía” que dirigieran Filiberto Mira y Manolo Bará. Aquella sintonía de Virgen de las Aguas, era el momento más esperado y más deseado para, al menos, a través de las hondas, encontrarme con todo lo que podía decirse y comentarse sobre la actualidad cofrade. Al final, aquél transistor, si es que alguna vez (pocas veces) reposaba, lo haría junto a la pequeña Inmaculada, a la que ella siempre se encomendaba. ¡Cuanta enseñanza y cuanto saber recibimos siempre de la Tía Isabel!

         Y sigue marchando la procesión solemne, en su caminar despacio. Los nazarenos en su papel de anónimos penitentes, fijan sus ojos en el tintineo de la llama encendida de sus cirios que cumplen la noble misión de alumbrar los caminos del Señor, caminos insondables entre el misterio de lo que celebramos, mientras empezamos a darnos cuenta, como un temor, que la Semana Santa, se nos empieza a escapar de las manos, casi, casi, en el momento en que aquella luz de la fe, comience a dar sus últimos estertores, en la agonía perenne de una muerte inevitable, la muerte de otra Semana Santa que acabará, inevitablemente, expirando en el recuerdo y la nostalgia.

         Y esas largas colas de los penitentes que van arrastrando en silencio todo aquello que nos sobra: quizás el pecado, quizás tantas cosas innecesarias de una sociedad de consumo que asfixia lo verdaderamente espiritual, quizás nuestra falta de alegría y de amor. Calles que se llenan de colas en la noche del Jueves Santo, colas que no parecen tener ni principio ni fin. Y a lo lejos, en medio de una espesa nube de incienso, atisbamos que viene lo verdaderamente importante, lo más importante de la noche, la razón de todo esto: Ntro. Padre Jesús Nazareno, al que la voz firme de un espontáneo anónimo, queriendo expresarle lo más grande, lo más sublime, el piropo más hermoso y sin ánimo de ofensa (por supuesto) le diría sencilla y contundentemente: -¡Qué más quisiera el de arriba parecerse aunque fuera un poquito a Ti!-.
Y disputándose el semblante y la noche, la luz y las tinieblas, vamos a pedirle silencio a la noche, silencio a las estrellas, silencio a los luceros, silencio a la luna, silencio... Y oigamos aquella vieja letra de saeta que decía:

¡Paradlo, paradlo
que viene mu estremecío
en un charco de sudor frío!

¡Pueblo mío contempladlo
que va el pobre afligío
y su madre lo está esperando!

¡Id despacio caminando
que le cante con poderío
al Señor que va temblando!

¡Miradlo, miradlo tan ofendío
que os juro que no estoy soñando
que es Dios mismo hecho hombre,
el que va con la cruz cargando!

¡Paradlo, paradlo
que me muero de emoción
pues se quedó dormido soñando
con la saeta hecha oración!

         No sé si saben ustedes, o alguien se lo ha contado, que antiguamente, las mujeres no podían vestir la túnica de nazareno, y por ende, no podían participar del desfile procesional. Siendo aún pequeño, casi siempre iba acompañado en la fila por mis primos Antonio y Fernando, así al menos lo atestiguan fotografías de la época, en la que posamos los tres en la puerta de mi casa para la posteridad. Una vez, mientras aguardábamos la salida de Padre Jesús por la noche, mi casa estaba rara, había como un áurea de misterio que hacía que todos hablasen muy bajito, y es que mi tata como yo la llamaba (Anita es la madre de mis primos Antonio y Fernando) por alguna promesa echada, que como secreto que era, nunca llegué a conocer, estaba obligada a salir en la procesión, para lo que intentaban por todos los medios que pareciera un hombre, encorsetándola literalmente para disimular sus pechos y su abundante melena, incluso enseñándole la forma de caminar, simulando el sexo masculino. Solo sé que ella, tomándome de la mano, y sin mediar palabra, me llevó así y con todo el misterio a cuestas, durante toda la procesión.

         Y es que la mujer, no siempre tuvo la igualdad y la oportunidad que tienen las mujeres de hoy en día, olvidando que sin la mujer, y sin María, nada de lo que hoy celebramos, se podría celebrar. Y es en ella y por ella, María, como disfrutamos de la noche más hermosa, bajo un cielo estrellado, ante la claridad vigilante de la luna redonda. Llora la mujer ante el hombre abatido. Y es que, y eso lo saben bien las madres que han tenido la desgracia de perder a un hijo: -¡No hay cosa más bestia que ver morir a un hijo!-.

Tras ese puñal de dolores,
un corazón encendío,
más lamento que quejío
de la Virgen de los Dolores.

Y va llorando la cera
y va cayendo el rocío
del que va con la cruz cargando
que desde lo Alto la Era
ya notamos escalofrío
mientras vamos caminando.

Tras aquél rostrillo del alma,
aquél que yo te tejiera
con mi amor y con mi palma,
y un corazón que blandiera
el dolor de tus entrañas.

Con tu llanto y tu pañuelo
vas encendiendo la noche
por la triste Calle Majuelo
reluciente como un broche
la que es reina de mis amores,
mi Virgen de los Dolores.

         Por eso en Arriate, como en toda Andalucía, queremos consolarla, animarla y quererla, y es por ello que en ella y por ella, enjugamos tanto llanto con las flores de nuestros corazones. Ahí viene como una reina, la Virgen de los Dolores, la que adentrados ya en la madrugada, regresa, y antes de que se produzca el último adiós a su hijo Nazareno, la veremos de esta manera:

Cada Jueves de regreso
cuando la Virgen pasaba,
su gente la consolaba
en aquél silencio espeso
con una lluvia afinada,
lluvia que no era de agua,
lluvia que era de rosas.

Él se daba una tregua
para que volviera María
toda ella perfumada
con los pétalos de rosa.

Iban todos a porfía
con esa madre apenada
y antes de que llegara el día
le dieron su petalada.

Y en este punto, llegados ya a las postrimerías de la palabra, dispuesto ya a cerrar las puertas de la ficción, de la recreación, de la puesta en escena, del sentimiento, de la pasión... Esas puertas del verbo, en la encarnación, siempre redentora de  la Imagen serena, sufriente, dulce y complaciente de Ntro. Padre Jesús Nazareno, es cuando verdaderamente empieza a vislumbrarse la realidad que se acerca, como la sombra perdida, de los capirotes que se proyectan sobre la pared recién encalada. Un año más, asombrados (como si fuera la primera vez) de lo que ha de venir, que en consideración a lo dicho y expuesto anteriormente, no creo que sea poco, sino mucho, como muchos son los sentires del alma:

Luz que quiebra el alba
con su claro resplandor.
Y es que no hay nada mejor
que los sentires del alma,
va y lo anuncian tus zancadas
entre calles encaladas
cuando pasa el Señor
y va dejando sus pisadas.

         Pisadas en la noche oscura del alma, pisadas que dejan huella en nuestros corazones alterados, pisadas que son como sentimientos sobre nuestros cuerpos rotos por el dolor de la enfermedad, pisadas que son como una caricia alegre sobre nuestro sueño vivaz, pisadas que van y vienen, como un cante de ida y vuelta, pisadas que se detienen ante las notas vibrantes de ese solo de corneta que nos corta hasta la respiración, pisadas que calan en la sonrojez del niño travieso, pisadas que giran y giran ante los primeros  rayos de sol, de un día que nos anuncia la gloria más exacta, la gloria más precisa, la gloria de los muertos y de los vivos, la gloria de todos los nuestros, la gloria de los que te quieren y te aman, porque no hay gloria más grande, no conozco gloria más humana, que la gloria del Jueves Santo por la mañana en Arriate, de este pueblo, que es como si le metieran candela, como si lo remeciesen hasta escupir racimos enteros de anhelos e ilusiones, entre flores que saltan, entre brincos de gozo y júbilo al repique de las campanas enloquecidas del campanario y del asilo. Mirad, venid a ver el poderío de sus devotos, cuando pasan por el río, entre el frío y la escarcha: las lágrimas, el sudor frío, y el alma, siempre el alma, ese alma que al contemplarla, hierática como su estampa, dan testimonio inequívoco de que Tú, Ntro. Padre Jesús Nazareno, eres el Rey, el Señor, el Pastor, el Valle y la Montaña, eres la Luz y el resplandor, La Redención, eres lirio del campo, y eres el sol que brilla tanto como el rubí y la plata, eres bondad y penitencia, y eres más que nada, Señor de Arriate, Señor, Señor, Señor... Sol de oro que se funde en el crisol de nuestra fe y en la fragua de la esperanza. ¡Arrancad pues, tambores, que griten y lloren las cornetas y suelten lágrimas con sabor a rosario sacrosanto como nuestra Patrona, y vuelva un año más, a abrirse el telón para contemplar la escena única e irrepetible de nuestra Semana Santa!

He dicho.

                 José Luis Anaya Moreno
X Pregón Jesuista – Arriate 18 de marzo  de 2010